David Rodríguez
Director de Planificación Estratégica en Cheil Spain
Como buen español y valencianista, odio más que amo. Y como buen planner ridículo y pseudo filósofo de lo superficial, cultivo la sana costumbre de odiar mi oficio de vez en cuando. No es por capricho. Descubrí hace tiempo que el odio aporta cierta lucidez. Te ayuda a detectar lo que está mal. Te ayuda a desconfiar, a no creerte lo que todos te dicen. Y en marketing, mucha gente te dice muchas cosas que no hay que creerse. Ahora bien, hay que convertir ese odio en movimiento. De nada sirve el odio cuando es queja. Por eso, quiero moverme alrededor de mi odio por la tecnología. A ver si llegamos a algo que merezca la pena ser leído. Para equilibrar un poco tanto odio, voy a enmarcar mi debate interno dentro de un tema que amo, la música. Porque no todo en la vida es odiar. Tampoco es eso.
Creo que odio la tecnología. Es demasiado caprichosa. Nunca está cuando se la necesita de verdad. Que se lo digan a Rodríguez. Un tipo que desarrolló una carrera miserable en Estados Unidos pero que murió sin saber que era una leyenda en Sudáfrica, a la altura de los Beatles o Elvis, donde sus temas fueron la banda sonora del movimiento social contra el apartheid. Si Spotify y YouTube hubieran existido entonces, el pobre Rodríguez hubiera podido disfrutar de una carrera musical próspera y no hubiera tenido los problemas que tuvo. Soledad, pobreza, ostracismo y muerte. Aunque bueno, si hubiera habido Spotify y YouTube en su época hoy no conoceríamos su increíble y triste historia gracias al maravilloso documental “Searching for Sugar Man”. Documental que por cierto, vi en Netflix hace unos años. Como tantos otros documentales, películas y series maravillosas que puedo disfrutar ahora, gracias a la tecnología de las plataformas digitales. Ah, y gracias a que hoy tenemos YouTube y Spotify, miles de artistas pueden darse a conocer casi por sí solos, crearse una audiencia y gestionarse un mercado que mantener y hacer crecer poco a poco. Lo cual, a veces, no es malo del todo.
Pero no, creo que sigo odiando la tecnología. Cómo no la voy a odiar, si por culpa de que no estaba allí, millones de personas de todo el mundo se quedaron sin ver a los Beatles en vivo durante la segunda mitad de la década de los 60. ¿Cómo fue? Por culpa de que no se habían instaurado los métodos de amplificación de sonido modernos, los Beatles dejaron de girar. Sencillamente, porque no se oían cuando tocaban por culpa de los inevitables chillidos de las niñas que asistían a sus conciertos. Ringo Starr tenía que adivinar que Lennon y McCartney estaban sonando por el movimiento de hombros que éstos hacían al tocar la guitarra. Lógicamente, no fue un método muy sostenible. Pero bueno, un momento, si no fuera porque los Beatles decidieron no girar por culpa de la falta de tecnología, seguramente no hubieran hecho el disco “Sargeant Peppers”, mi padre no sería el melómano que es hoy y muy probablemente yo no disfrutaría de la música como lo hago.
Sí, todavía hay muchas razones para odiar la tecnología, ya sea por omisión o por acción directa. Recordemos que es la principal responsable de que los dj´s sean los nuevos rockstars de la última década. Toda una generación ha crecido teniendo de referentes no a Bowie o a los Stones sino a David Guetta, Tiesto o Armin van Bureen. Unos tipos que gracias a los compresores, sintetizadores y demás cachivaches digitales han conseguido sonar más alto que nadie, con más volumen, llenando todo el espectro de frecuencias posibles de manera casi quirúrgica. Pero cuyas composiciones y letras tienen poco o nada de innovador o transgresor. Síntoma de los tiempos que corren, donde faltan referentes lúcidos y críticos por todas partes.
Pero ojo, todavía hay esperanza. En este contexto de empacho de tanto volumen y de tanto de todo, surgen genios como Jorge Drexler, que leen y sienten lo que nos está pasando, entienden este empacho y proponen conciertos como los de su actual gira, Silente. Una gira, que, por cierto, descubrí gracias a internet y a mi teléfono inteligentísimo, que está basada en lo esencial en un concierto. Él, sus manos, su voz, su guitarra, un par de bombillas y todo un público ansioso por sentir, por tararear las melodías, en una conexión tranquila, relajada y mágica con el artista. Porque ante toda tendencia borreguil que nos empuja de un lado a otro, siempre surgirá la magia de los movimientos contra tendencia que nos recuerdan que hay otra manera diferente de ver y hacer las cosas.
Sí, hay contradicciones por todas partes. Supongo que todo esto tiene mucho que ver con nuestro oficio y con lo que nos pasa todos los días con respecto a la tecnología en comunicación. Hay mil razones para odiarla y otras mil razones para adorarla. Porque la tecnología, al servicio de buenas manos y de buenas intenciones, está haciendo del mundo un lugar mejor, y le está dando a nuestro oficio de comunicadores un aire fresco y nuevo. Pero cuidado, no creamos que la tecnología es relevante por sí misma. Ya sea para investigar, para pensar, para producir ideas, productos, servicios, o para hacerle llegar mensajes a la gente. Hay algo que la música nos ha enseñado. No hay tecnología sin técnica. De nada te vale tener una guitarra o un sintetizador si no sabes qué hacer con ellos. Y no hay artista sin público ni obra sin espectador. Y los espectadores y las audiencias hay que merecerlas, cuidarlas y recompensarlas. Porque sino no vuelven.
En todo este lío, mi recomendación es que cultivemos el odio y la mirada crítica. No perdamos nuestra capacidad de fascinarnos por lo nuevo, pero pongamos las cosas en su sitio de vez en cuando. Sobrevivamos al efecto novedad que la tecnología siempre nos trae. O sino corremos el riesgo de utilizarla para hacer verdaderas chorradas al servicio de la nada. Y sospecho que ninguno de nosotros tiene mucho tiempo que perder.